Teresa Subías de 3ºESO
LA LLAVE DE LAS MARAVILLAS
¿Por qué la vida es más justa con los que más tienen y no se merecen nada e injusta con los que no tienen y, sin embargo, se merecen todo? Hay gente que dice que es por las decisiones que tomas; otros, que es por pura suerte.
La suerte… ¡Bonito concepto con el que te excusas por no haber logrado hacer algo o de haber fracasado…! Se dice: “Es que no tuve suerte”. Pero, ¿quién decide quién tiene suerte y quién la deja de tener?
Me llamo Ian, tengo 15 años y vivo en el orfanato Dashner. Soy una de esas personas que no hizo nunca nada malo y; sin embargo, la vida le arrastró injustamente a una oscuridad llena de tristeza y dolor. Algunas personas pensarán que lo que me pasó fue cosa del destino; otras, que tuve mala suerte. Yo, sinceramente, pienso que en la vida hay cosas buenas y malas… Y… A alguien le tendrán que pasar las malas, ¿no?
Cuando mi hermana Cammy y yo teníamos 6 años, nuestros padres nos abandonaron porque mi hermana comenzó a desarrollar unas habilidades que ningún otro ser humano podía desarrollar: empezó a mover objetos sin tocarlos y a leer la mente de las personas. Cuando mis padres la llevaron al médico, nos dijo que Cammy había desarrollado partes de su cerebro que le permitían hacer esas cosas, que ninguna otra persona había desarrollado esas partes, y que si no lograba controlarlas podría llegar a ser mortal. Desde ese mismo día mis padres no se acercaban a ella, no mantenían contacto visual con ella y ni siquiera le hablaban. Conforme el poder de Cammy aumentaba, más asustados estaban ellos. Hasta que un día, por la noche, hicieron las maletas y se fueron, dejándonos a mi hermana y a mí para siempre.
Por suerte, nuestra vecina, la señora James, se encargó de nosotros. El marido y el hijo de la señora James habían muerto hacía 20 años en un accidente de tráfico y ella vivía envuelta en soledad. Con el dinero de su jubilación, la señora James nos cuidó lo mejor que pudo hasta que tuvimos 10 años. En aquella época, un mago muy famoso de entonces nos daba unas cuantas monedas por ayudarle en sus trucos de magia, aprovechando el “talento natural” para la telequinesia de Cammy. Con este dinero, la señora James nos llevó por mi cumpleaños de crucero por el Mediterráneo.
El segundo día de nuestro crucero, una tormenta inmensa hundió el barco. Mientras intentaba nadar hacia la superficie divisé un salvavidas flotando, me agarré a él y, lo más rápido que pude, me puse a remar con todas mis fuerzas para encontrar a Cammy y a la señora James. Después de unos minutos gritando sus nombres y remando entre los restos del barco, vi a mi hermana agarrada a una tabla de madera, me lancé al agua y me puse a nadar hacia ella pero, cuando estaba a unos centímetros de ella se cayó al agua y comenzó a hundirse hasta el fondo del mar. Yo, sin pensarlo dos veces, no desistí en rescatarla y empecé a nadar tras ella sin dejar de pensar en que Cammy era lo único que me quedaba. Pero cuando estaba a punto de agarrarle la mano, algo tiró de mí con fuerza hacia la superficie.
Desperté a los dos días en una camilla del hospital. No comía, no hablaba… Solo podía pensar en que todo esto era muy injusto…
Después de dos meses, cuando ya me había recuperado del accidente, me llevaron a la casa de la señora James para que recogiera mis cosas y las de mi hermana. Fui a por mi álbum de fotos, donde estaban los pocos recuerdos que me quedaban de mis padres y ahora también de mi hermana. Lo busqué por todos lados. Al no encontrarlo, decidí buscar en un baúl que no recordaba haber abierto en toda mi vida. Al abrirlo encontré una llave atada a una cinta en la que estaba escrita una dirección. Cogí la llave rápidamente y bajé a la puerta principal donde un señor me esperaba para llevarme a mi nuevo hogar: el orfanato Dashner.
Una noche, después de dos semanas ahí metido, decidí escaparme a tomar el aire. Como me aburría mucho, cogí la llave que encontré en la casa de la señora James y decidí dirigirme a la dirección que llevaba colgada. Después de caminar una hora y media por las calles vacías de Chicago, encontré la casa que correspondía a la dirección de la llave.
La casa era muy grande, tenía un jardín precioso lleno de flores y un enorme árbol que, imaginé, daba una gran sombra a la casa. Nada más entrar por la verja oxidada, en el suelo, encontré una placa en la que ponía “Mansión McCohen”. Conforme iba avanzando, más flores aparecían a los lados. De pronto, al acercarme a ver una de aquellas flores que llamó mi atención, vi que en cada pétalo de la flor había escrita una frase. Al estar oscuro no podía apreciar lo que ponía y seguí andando hasta el porche. Cuando fui a llamar a la puerta ésta se abrió, como si me hubiera visto llegar. Aunque me daba un poco de miedo entrar después de haber visto eso, más miedo me daba volver al orfanato y tener que aguantar la riña de la directora al ver que me había ido.
Justo cuando entré, la puerta se cerró de golpe y la llave de la señora James que llevaba al cuello comenzó a brillar. De repente, el cuadro que tenía delante de mí, un retrato de una chica rubia de ojos grises; me dijo: “Sube al tercer piso y cierra la puerta con llave, abre una caja de música que hay en medio de la sala y dale cuerda”.
Yo creo que no me desmayé de puro milagro y, en mi opinión, si un cuadro te habla, lo mejor es hacerle caso.
Seguí las indicaciones de la chica de los ojos grises y al darle cuerda a la cajita empezó a sonar una canción que me recordaba a un ballet. Al abrir la puerta para bajar abajo me encontré enfrente de mí a la chica de los ojos grises en carne y hueso. Me miraba sonriente como si yo le hubiera sacado de su cuadro y le hubiera devuelto su libertad. Mi reacción al verla fue pegarle un portazo en las narices, aunque al ser un cuadro (o un fantasma, no lo tengo muy claro) no le hizo nada.
La niña de los ojos grises me dijo que en esa casa vivían todas las personas que tenían un don especial que nadie más tenía. Y que si morían injustamente por culpa de ese don sus almas venían a esta casa y se quedaban en un marco en forma de retrato. Solo cuando alguien hiciera sonar la música de nuevo podrían salir sus almas en forma de fantasma para volver a realizar sus dones.
La niña me enseñó toda la casa. Había una chica que escribía al revés, un chico que caminaba sobre los dedos meñiques de sus manos, una mujer que escribía en pétalos de rosa… La niña de los ojos grises me dijo que ella tocaba el piano y pintaba cuadros con los ojos cerrados y que su mejor amigo podía hacer desaparecer objetos con solo tocarlos con la punta del dedo y hacerlos aparecer de nuevo en otro sitio.
Después de un largo rato conociendo los distintos talentos de los residentes de aquella maravillosa casa, la niña de los ojos grises me llevó a una habitación donde, según ella, estaba una chica que había llegado nueva que tenía el mayor talento de todos. Cuando abrí la puerta mi corazón se detuvo al ver que la persona que estaba allí dentro no era otra que mi querida hermana Cammy.
Aquella maravillosa casa me enseñó que todas las personas somos iguales, que todas nos merecemos los mismos buenos tratos y que nadie tiene que perder su vida por sabe hacer algo que los demás no saben.
Es justo y necesario que todos seamos únicos. Es justo y necesario que todos formemos parte del mismo mundo.
Alberto Sanz de 1ºESO
El azar, el destino, la suerte, la casualidad o como quieras llamarlo
Héctor tiene 10 años y vive en Zaragoza, con sus padres adoptivos, Luis e Isabel. Nació en Rumanía pero fue adoptado con un año y medio y no sabe nada de sus padres biológicos.
Cada mañana repite la misma rutina: se levanta a las 7, desayuna, se viste y hace su cama. Sale de casa a las 8 menos cuarto y entra al colegio a las 8 y 10. Sale del colegio a las 2 y media y llega a su casa a las 3. Al llegar a casa del colegio, come y se pone a hacer los deberes. No tiene ninguna actividad extraescolar y prefiere pasar su tiempo practicando trucos de magia.
Uno de esos días, sin embargo, le sucedió algo realmente curioso. Al volver del colegio y pasar por los contenedores reparó en que el niño que estaba recogiendo chatarra en un contenedor tenía un parecido razonable con él. De hecho, era tan parecido que podría haberse dicho que era un clon. De primeras le pareció extraño, pero cuando observó de nuevo al niño tanto su cara como su forma de andar y hasta las muecas de esfuerzo que hacía le recordaban a él mismo. Al llegar a casa se lo contó a su madre, quien le aseguró que se trataba de imaginaciones suyas. Sin embargo él estaba seguro de que no se lo había imaginado.
Al día siguiente pasó por los contenedores con la esperanza de comprobar que no habían sido imaginaciones suyas pero no vio al niño. Y así otro día, y otro, y otro... Tantos días pasaron que Héctor empezó a barajar la opción de que solo hubieran sido imaginaciones suyas, aunque, por otra parte, seguía empecinado en que no podía ser una mera casualidad. Algunas días más tarde, sin embargo, su madre le dijo que bajara la basura. Héctor aceptó el encargo a regañadientes, pues era consciente de que no le serviría de nada protestar. Mientras iba, vislumbró una sombra que se movía cerca de los contenedores. Apunto estuvo de echarse atrás pero decidió acercarse con la mínima esperanza de que fuera el chico que vio aquel día. Y así era, hurgando en los contenedores se encontraba aquel chaval de su misma edad con un parecido tan asombroso. Esta vez, sin embargo, tiró la basura rápidamente y volvió corriendo a su casa con la esperanza de persuadir a su madre de que bajara para demostrarle que no fueron imaginaciones suyas. Su madre estaba ya dormida y Héctor no se atrevió a despertarla. Se sintió decepcionado, pero prefería eso a ganarse un bronca.
Al día siguiente, al volver del colegio, Héctor se volvió a encontrar con el niño y se decidió a entablar una conversación:
-Hola, ¿cómo te llamas?
No hubo respuesta alguna.
-Mira, te enseñaré un truco -dijo sacando una baraja de cartas- ¡escoge una!
Ninguna respuesta.
-Anda, elige una -insistió-.
El niño se decidió al fin por elegir una.
-Vale, no me la enseñes, ponla en el mazo y corta. Muy bien.
Se llevó las cartas a la frente como si estuviera “conectando” con las cartas.
-Tu carta es... ¡el tres de diamantes!
-Sí, esa es.
-Yo soy Héctor, ¿y tú?
-Yo me llamo Kiko, ¿tienes hora? -preguntó.
-Son las dos y media.
-¡Uf, qué tarde! Me tengo que ir ya, ¡hasta luego!
-¡Adiós!
Mientras el niño se alejaba, Héctor se quedó pensando por qué el niño no había reparado en su tremendo parecido, y ahora que lo pensaba, en realidad, el parecido no era tanto como se había figurado en un primer momento. Se marchó a casa alegre pero confundido.
Al llegar a casa, quince minutos tarde, su madre no estaba.
-¡Menos mal! -pensó- No me caerá una bronca.
Cogió un plato y se puso a comer.
A la mañana siguiente, Héctor había llegado a una conclusión. Iba a intentar entablar amistad con aquel chaval fuera como fuese. Así que se levantó, se duchó, se vistió, desayunó y se fue al colegio. Tras salir del colegio de encaminó hacia los contenedores pero no vió a nadie. Sin embargo, sí que vió a un niño apoyado contra la pared con aspecto de estar esperando a alguien. Saco el móvil de la mochila y le echó una foto. Al ver el resultado, no le pareció que el niño fuera, ni mucho menos, idéntico a él. Cuando volvió a mirar a donde se encontraba el niño, ya no había nadie.
-¡Maldita sea! -pensó- ¡Ya se ha ido!
Así que se volvió a casa cabizbajo y extrañado por el hecho de que el niño de la foto que había tomado, aún siendo el mismo al que vió la otra vez, no se parecía tanto a él. Llegó a su casa y se puso a comer. Otro día igual.
Cada día que pasaba, se iba convenciendo de que el niño no se parecía a él, pero aún así recordaba perfectamente la primera impresión que tuvo al verlo. Al volver del colegio, se encontró con el niño de nuevo, en el mismo sitio que el día anterior. Esta vez, decidió acercarse y le dijo:
-Hola, ¿qué haces aquí?
-Se te cayó esto el otro día, -dijo señalando una carta- quería dártelo.
-Muchas gracias. Oye, ¿te gustaría venir mañana viernes a mi casa a jugar? -dijo sin muchas esperanzas.
-Eeehh… vale, de acuerdo. -dijo titubeante el niño- ¿A qué hora?
-A esta misma, si te va bien.
-Sí, no hay problema.
-¡Hasta mañana!
-¡Ciao!
Cuando Héctor le propuso quedar a jugar, no se esperaba que aceptara. Pensaba que esa era de la clase de cosas que ocurrirían en una mala novela para introducir con calzador un personaje. De hecho, iba a tener problemas para convencer a su madre de que le dejara, pero estaba dispuesto a todo con tal de descubrir por qué le había parecido tan familiar aquel niño nada más verlo.
Cuando se lo propuso a su madre, ésta, consciente de la escasa vida social de su hijo, le acribilló a preguntas:
-Y ¿cómo es que no lo conozco? ¿Conozco a su madre? ¿Es del colegio?¿Cómo dices que se llama? ¿Kiko? Ni me suena.
-Lo conocí hace poco. ¿Puedo o no?
-Vaaale, pero solo una horita.
-Gracias mamá, te quiero.
Tras un complicado interrogatorio, Héctor logró lo que pretendía y se sintió tremendamente orgulloso de ello.
Al salir del colegio el día siguiente, Héctor fue corriendo hasta su calle, donde se encontró a Kiko. Se saludaron y subieron al piso. Tras esquivar a su madre con una “triple maniobra de esquive con giro” y un “holamamáquétalestaremosenmihabitación”, llegaron a la habitación. Allí, Héctor sacó un par de barajas de cartas y empezó a “barajarlas” mientras Kiko curioseaba en la “marabunta” de objetos y cachivaches que se agolpaban en la mesa. Tras responder a algunas cuestiones sobre los objetos allí expuestos cuales piezas de museo, Héctor le pidió a Kiko que cortara y eligiera una. Esta vez, sin embargo, Héctor guardó las cartas en la caja y la apartó. A continuación, metió la mano bajo el colchón y sacó una carta.
-¿Es esta? -preguntó ante la mirada atónita de un público impresionado.
-¡Un cuatro de picas!, ¡no puede ser! -exclamó- ¿dónde está el truco?
-No te lo puedo decir, es la regla de oro de todo mago: nunca reveles tus trucos.
-¡Venga ya! No vale.
La siguiente hora se pasó tremendamente rápida y para cuando se quisieron dar cuenta, ya era tarde. Un grito ensordecedor proveniente de lo más profundo de la casa se lo hizo saber.
Héctor como buen anfitrión, acompañó a Kiko hasta la calle y, mientras bajaban las escaleras, tuvieron una interesante conversación:
-Aún no te he preguntado cuántos años tienes.
-Tengo catorce años.
-¿Y en qué barrio vives?
-Vivo en el Áctur también, dos calles más para allá.
-¿Y por qué estabas rebuscando en la basura?
-Hacía un año que mi padre había sido despedido, pero ayer mismo me dijo que le habían dado un nuevo trabajo.
-¿Tienes hermanos o hermanas?
-No lo sé, nací en Rumanía y fui adoptado a los dos años.
La mente de Héctor se llenó por completo por un único y bizarro pensamiento.
-Bueno, hasta otro día -oyó que le decían, aún sumido en sus pensamientos.
-Adiós -dijo, casi por acto reflejo.
Y empezó a subir la escalera con más preguntas que respuestas.
A la mañana siguiente, Héctor se levantó con la respuesta a sus pensamientos. Cuando vió por primera vez al niño, le pareció que se miraba a un espejo porque imaginó la historia de alguien que podría haber sido él, la historia de alguien que podría haber sido de cualquiera pero que era de alguien con un pasado tan cercano al suyo. La idea de que fueran hermanos, pese a lo chocante que le resultó a Héctor a priori, no tenía ni pies ni cabeza, pues las fechas no coincidían y además no había parecido real entre ellos más allá de los rasgos de la cara. Se dió cuenta de que la vida depende muchas veces del azar, el destino, la suerte, la casualidad o como quieras llamarlo.
Alberto Sanz de 1ºESO
El azar, el destino, la suerte, la casualidad o como quieras llamarlo
Héctor tiene 10 años y vive en Zaragoza, con sus padres adoptivos, Luis e Isabel. Nació en Rumanía pero fue adoptado con un año y medio y no sabe nada de sus padres biológicos.
Cada mañana repite la misma rutina: se levanta a las 7, desayuna, se viste y hace su cama. Sale de casa a las 8 menos cuarto y entra al colegio a las 8 y 10. Sale del colegio a las 2 y media y llega a su casa a las 3. Al llegar a casa del colegio, come y se pone a hacer los deberes. No tiene ninguna actividad extraescolar y prefiere pasar su tiempo practicando trucos de magia.
Uno de esos días, sin embargo, le sucedió algo realmente curioso. Al volver del colegio y pasar por los contenedores reparó en que el niño que estaba recogiendo chatarra en un contenedor tenía un parecido razonable con él. De hecho, era tan parecido que podría haberse dicho que era un clon. De primeras le pareció extraño, pero cuando observó de nuevo al niño tanto su cara como su forma de andar y hasta las muecas de esfuerzo que hacía le recordaban a él mismo. Al llegar a casa se lo contó a su madre, quien le aseguró que se trataba de imaginaciones suyas. Sin embargo él estaba seguro de que no se lo había imaginado.
Al día siguiente pasó por los contenedores con la esperanza de comprobar que no habían sido imaginaciones suyas pero no vio al niño. Y así otro día, y otro, y otro... Tantos días pasaron que Héctor empezó a barajar la opción de que solo hubieran sido imaginaciones suyas, aunque, por otra parte, seguía empecinado en que no podía ser una mera casualidad. Algunas días más tarde, sin embargo, su madre le dijo que bajara la basura. Héctor aceptó el encargo a regañadientes, pues era consciente de que no le serviría de nada protestar. Mientras iba, vislumbró una sombra que se movía cerca de los contenedores. Apunto estuvo de echarse atrás pero decidió acercarse con la mínima esperanza de que fuera el chico que vio aquel día. Y así era, hurgando en los contenedores se encontraba aquel chaval de su misma edad con un parecido tan asombroso. Esta vez, sin embargo, tiró la basura rápidamente y volvió corriendo a su casa con la esperanza de persuadir a su madre de que bajara para demostrarle que no fueron imaginaciones suyas. Su madre estaba ya dormida y Héctor no se atrevió a despertarla. Se sintió decepcionado, pero prefería eso a ganarse un bronca.
Al día siguiente, al volver del colegio, Héctor se volvió a encontrar con el niño y se decidió a entablar una conversación:
-Hola, ¿cómo te llamas?
No hubo respuesta alguna.
-Mira, te enseñaré un truco -dijo sacando una baraja de cartas- ¡escoge una!
Ninguna respuesta.
-Anda, elige una -insistió-.
El niño se decidió al fin por elegir una.
-Vale, no me la enseñes, ponla en el mazo y corta. Muy bien.
Se llevó las cartas a la frente como si estuviera “conectando” con las cartas.
-Tu carta es... ¡el tres de diamantes!
-Sí, esa es.
-Yo soy Héctor, ¿y tú?
-Yo me llamo Kiko, ¿tienes hora? -preguntó.
-Son las dos y media.
-¡Uf, qué tarde! Me tengo que ir ya, ¡hasta luego!
-¡Adiós!
Mientras el niño se alejaba, Héctor se quedó pensando por qué el niño no había reparado en su tremendo parecido, y ahora que lo pensaba, en realidad, el parecido no era tanto como se había figurado en un primer momento. Se marchó a casa alegre pero confundido.
Al llegar a casa, quince minutos tarde, su madre no estaba.
-¡Menos mal! -pensó- No me caerá una bronca.
Cogió un plato y se puso a comer.
A la mañana siguiente, Héctor había llegado a una conclusión. Iba a intentar entablar amistad con aquel chaval fuera como fuese. Así que se levantó, se duchó, se vistió, desayunó y se fue al colegio. Tras salir del colegio de encaminó hacia los contenedores pero no vió a nadie. Sin embargo, sí que vió a un niño apoyado contra la pared con aspecto de estar esperando a alguien. Saco el móvil de la mochila y le echó una foto. Al ver el resultado, no le pareció que el niño fuera, ni mucho menos, idéntico a él. Cuando volvió a mirar a donde se encontraba el niño, ya no había nadie.
-¡Maldita sea! -pensó- ¡Ya se ha ido!
Así que se volvió a casa cabizbajo y extrañado por el hecho de que el niño de la foto que había tomado, aún siendo el mismo al que vió la otra vez, no se parecía tanto a él. Llegó a su casa y se puso a comer. Otro día igual.
Cada día que pasaba, se iba convenciendo de que el niño no se parecía a él, pero aún así recordaba perfectamente la primera impresión que tuvo al verlo. Al volver del colegio, se encontró con el niño de nuevo, en el mismo sitio que el día anterior. Esta vez, decidió acercarse y le dijo:
-Hola, ¿qué haces aquí?
-Se te cayó esto el otro día, -dijo señalando una carta- quería dártelo.
-Muchas gracias. Oye, ¿te gustaría venir mañana viernes a mi casa a jugar? -dijo sin muchas esperanzas.
-Eeehh… vale, de acuerdo. -dijo titubeante el niño- ¿A qué hora?
-A esta misma, si te va bien.
-Sí, no hay problema.
-¡Hasta mañana!
-¡Ciao!
Cuando Héctor le propuso quedar a jugar, no se esperaba que aceptara. Pensaba que esa era de la clase de cosas que ocurrirían en una mala novela para introducir con calzador un personaje. De hecho, iba a tener problemas para convencer a su madre de que le dejara, pero estaba dispuesto a todo con tal de descubrir por qué le había parecido tan familiar aquel niño nada más verlo.
Cuando se lo propuso a su madre, ésta, consciente de la escasa vida social de su hijo, le acribilló a preguntas:
-Y ¿cómo es que no lo conozco? ¿Conozco a su madre? ¿Es del colegio?¿Cómo dices que se llama? ¿Kiko? Ni me suena.
-Lo conocí hace poco. ¿Puedo o no?
-Vaaale, pero solo una horita.
-Gracias mamá, te quiero.
Tras un complicado interrogatorio, Héctor logró lo que pretendía y se sintió tremendamente orgulloso de ello.
Al salir del colegio el día siguiente, Héctor fue corriendo hasta su calle, donde se encontró a Kiko. Se saludaron y subieron al piso. Tras esquivar a su madre con una “triple maniobra de esquive con giro” y un “holamamáquétalestaremosenmihabitación”, llegaron a la habitación. Allí, Héctor sacó un par de barajas de cartas y empezó a “barajarlas” mientras Kiko curioseaba en la “marabunta” de objetos y cachivaches que se agolpaban en la mesa. Tras responder a algunas cuestiones sobre los objetos allí expuestos cuales piezas de museo, Héctor le pidió a Kiko que cortara y eligiera una. Esta vez, sin embargo, Héctor guardó las cartas en la caja y la apartó. A continuación, metió la mano bajo el colchón y sacó una carta.
-¿Es esta? -preguntó ante la mirada atónita de un público impresionado.
-¡Un cuatro de picas!, ¡no puede ser! -exclamó- ¿dónde está el truco?
-No te lo puedo decir, es la regla de oro de todo mago: nunca reveles tus trucos.
-¡Venga ya! No vale.
La siguiente hora se pasó tremendamente rápida y para cuando se quisieron dar cuenta, ya era tarde. Un grito ensordecedor proveniente de lo más profundo de la casa se lo hizo saber.
Héctor como buen anfitrión, acompañó a Kiko hasta la calle y, mientras bajaban las escaleras, tuvieron una interesante conversación:
-Aún no te he preguntado cuántos años tienes.
-Tengo catorce años.
-¿Y en qué barrio vives?
-Vivo en el Áctur también, dos calles más para allá.
-¿Y por qué estabas rebuscando en la basura?
-Hacía un año que mi padre había sido despedido, pero ayer mismo me dijo que le habían dado un nuevo trabajo.
-¿Tienes hermanos o hermanas?
-No lo sé, nací en Rumanía y fui adoptado a los dos años.
La mente de Héctor se llenó por completo por un único y bizarro pensamiento.
-Bueno, hasta otro día -oyó que le decían, aún sumido en sus pensamientos.
-Adiós -dijo, casi por acto reflejo.
Y empezó a subir la escalera con más preguntas que respuestas.
A la mañana siguiente, Héctor se levantó con la respuesta a sus pensamientos. Cuando vió por primera vez al niño, le pareció que se miraba a un espejo porque imaginó la historia de alguien que podría haber sido él, la historia de alguien que podría haber sido de cualquiera pero que era de alguien con un pasado tan cercano al suyo. La idea de que fueran hermanos, pese a lo chocante que le resultó a Héctor a priori, no tenía ni pies ni cabeza, pues las fechas no coincidían y además no había parecido real entre ellos más allá de los rasgos de la cara. Se dió cuenta de que la vida depende muchas veces del azar, el destino, la suerte, la casualidad o como quieras llamarlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario